DÉJAME CAER (Izaskun Montes)

Basada en historias reales y entrevistas con familias de adictos, este angustioso retrato sobre la adicción acompaña a Stella y Magnea durante varias décadas, desde los frágiles años de la adolescencia hasta la peligrosa vida adulta. Con la excusa de crear un retrato sobre la droga que alcance varias decadas, Baldwin Zophoníasson nos hace sumergirnos en la historia de amor baudelairiana entre Stella y Magnea, desde su adolescencia hasta la edad adulta.

Stella y Magnea se quieren. Es ese amor a primera vista adolescente, lleno de subidas y bajadas, que nos hace poner los ojos en blanco más adelante en la vida, pero que en ese momento es el Todo. Con mayúsculas. Y ese amor está tan entrelazado con los rituales y las sensaciones que les procuran las drogas que ni ellas mismas -ni nosotros, como testigos de su caída- podemos diferenciar lo uno de lo otro.

Al poco de empezar, este retrato se convierte en una historia sobre la evolución de una relación romántica en el sentido más estricto del término, con picos altísimos de felicidad y amor eterno junto a precipicios insondables que nos llevan a submundos de productores de porno casero y muertes por sobredosis.

Así, las acompañamos durante los años de adolescencia, indómitas e invencibles. Inmortales, en ese momento de la vida en la que cualquier peligro se convierte en una aventura brillante y sin consecuencias. Las seguimos a través de mimetismos salvajes, cortes y tintes en esas cabelleras que contienen mundos. Vivimos intercambios de roles en los que una se convierte en la otra, intentando encontrarse y encontrar su papel a la vez, tanto en la relación que mantienen como en una vida continuamente en un equilibrio precario, a punto de quebrarse.

Somos testigos de las primeras rupturas, las primeras crisis. Una relación que amenaza con romperse mientras Magnea, sufre su primer abandono y su primer infierno. Uno de los muchos que vivirá en los años que siguen, con una familia en conflicto, tan perdida como ella, pero convencida en que tiene que tocar fondo antes de decidirse a ayudarla.

La huida a Brasil supone para ellas un oasis irreal. Nos encontramos en un tiempo sin tiempo. Un paraíso artificial lleno de luz: sol, arena y mar que cura todo, incluido el cuerpo y el alma rotas de Magnea. Mechones de pelo camaleónico que alberga recuerdos, salitre, deseos y sueños. “Volveremos”, dice Magnea, mientras Stella sabe que no será posible, incluso antes de que las separen para siempre en el mismo momento en el que vuelven a la realidad, como una bofetada brutal.

Y dos finales que vuelven a unirse; la muerte en vida para Magnea, convertida en una carroña, en un cascarón de sí misma incapaz de articular un pensamiento coherente o una frase audible. Un concepto tan puramente romántico como la muerte en vida, pero en crudo.  Sin filtros en una era en la que nos caracterizamos por un sobreuso enfermizo de los mismos.

Stella, reformada, refugiada en la normalidad, indeciblemente infeliz en su cotidianidad, pasa sus días reimaginando su vida en cuadernos, delicada e inútilmente, mientras se redime ayudando a mujeres maltratadas. Consciente en todo momento de que lo convencional es un territorio de arenas movedizas del que nunca saldrá, y en el que nunca será feliz. Sobrevive, tan vacía interiormente como Magnea, aunque no se le note en ese exterior de eficiencia y serenidad.

La ternura infinita de ese primer amor que lleva a la obsesión y a la dependencia nos lleva desde Mujeres Condenadas a El Vampiro. La vida, como anteriormente a todas las mujeres de ojos líquidos de Baudelaire, les acaba quebrando el amor y rompiendo el corazón. No hay ningún momento en el que no sintamos esa tragedia que se cierne sobre ellas. Sabíamos que desde el principio ya estaban condenadas.

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