D ´A Film Festival Barcelona 2020: A White White Day (Izaskun Montes)

HVITUR, HVITUR DAGUR. ISLANDIA, 2019.

DIRECCIÓN: HLYNUR PALMASON

GUIÓN: HLYNUR PALMASON

REPARTO: INGVAR SIGURDSSON, ÍDA MEKKIN HLYNSDÓTTIR, HILNIR SNAER GUDNASON

MÚSICA: EDMUND FININIS

DIRECCIÓN DE ARTE: ÁRNI JÓNSSON

A White White Day

“En los días en los que  todo es tan blanco

que no se distingue entre el cielo y la tierra, , 

los muertos pueden hablar a los vivos”

anónimo islandés

Así empieza esta película. Una carretera blanquecina como un puente flotante a través de la niebla espesa, estática contra un violín minimalista y tenso, estridente como el metal en cristal. A los pocos minutos, un choque que adivinamos fatal.

Tras esto, comienza la historia de Ingimundur, un hombre en proceso de reconstrucción tras perder a su mujer, que niega su tristeza y su dolor y se refugia en una reconstrucción material y en la relación con su nieta. “Con ella no me siento solo”, le confesará, a regañadientes, a su psicólogo.

Cada sesión con éste último supone un enfrentamiento para Ingimundur, reflejado en un cambio de plano constante y seco que encaja con la conversación cortante y fría, en contraste con la evocación del día perfecto para Ingimundur. Exteriores en blanco, esta vez de una luz salina que se come el horizonte. Un bote, el mar y una niña salvaje y sin domesticar, cuya risa se abre paso entre la calima y espanta las pesadillas del protagonista.

A medida que la reconstrucción de la casa sigue adelante, ésta se va llenando de ruido y de personajes que vemos asomar por el ojo de buey de la puerta principal. Intrusos colándose en una fortaleza. La única a la que no vemos pasar por esa puerta de metal es a la nieta de Ingimundur, enferma y cansada, que llega cargada en brazos de su madre en plena noche.

El ojo de buey nos enmarca a Stefan, yerno de Ingimundur, al que éste interroga sobre su infidelidad. Su enfrentamiento coincide con recuerdos, con objetos encontrados durante el accidente: una roca, unas gafas. Él, que ha perdido dos veces a su mujer, escucha aparentemente sereno las excusas de su yerno. Será su nieta la que acabe resquebrajándolo.

A partir de ahí, Ingimundur comienza a enfrentarse a su entorno, uno por uno, hasta quedarse solo ante sus miedos. El sinsentido de las consultas con el psicólogo se reduce hasta el absurdo. La falta de naturalidad y de empatía por parte del médico se acentúa, y lleva al protagonista a destrozarlo todo. En la escena siguiente y ante sus compañeros de la policía, la leche derramándose en el linóleo supone un sustituto de la sangre, de la violencia real. Se aísla por completo antes del enfrentamiento final, espantando a su nieta de su lado en un intento de protegerla. Los enfrentamientos suben en violencia, en brutalidad, hasta acabar en una situación que pondrá en peligro a los dos.

La música, mínima y estridente, nos habla de tensiones que no se pudieron resolver en vida, de enfrentamientos brutales pero necesarios para dejar atrás la rabia animal y seguir con el duelo. Nos acompaña durante escenas de luz blanquísima que hace desaparecer los límites entre la tierra y el cielo, entre los vivos y los muertos. Escenas en la que la sangre de una herida supone la vida, y un túnel es tierra de nadie donde reconocer la rabia está permitido y es celebrado por la niña salvaje, la guía protectora.

Al otro lado del tunel, en un refugio aún sin acabar, el duelo comienza. Los recuerdos empiezan a ser dulces, tiernos, e Ingimundur puede empezar a sentir la tristeza necesaria para acabar recomponiéndose.

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